El juez del 11-M cobrará un 10%
más por la medalla de Rubalcaba
La Cruz al Mérito Policial con distintivo rojo es pensionada y sólo se otorga si hay ‘riesgo
patente o peligro personal’ /Un grupo de juristas pide al CGPJ que investigue el caso
Cuando a todos los funcionarios
de la Administración del Estado se
les ha bajado un 5% el sueldo, el
Ministerio del Interior otorga distinciones
policiales que suponen
incrementos salariales del 10% para
los que las reciben. Y este año,
entre otros, esta condecoración
pensionada la ha recibido el presidente
de la Sala de lo Penal de la
Audiencia Nacional y magistrado
que juzgó el 11-M. Francisco Javier
Gómez Bermúdez. Este juez
recibió la Cruz al Mérito Policial
con distintivo rojo el 2 de octubre,
Día de la Policía, de manos del ministro
del Interior, Alfredo Pérez
Rubalcaba
lunes, 12 de diciembre de 2011
María del Coro Cillán García de Iturrospe
María del Coro Cillán García de Iturrospe. Así se llama la juez que ha puesto contra las cuerdas a Rubalcaba, ahora por el 11 M, además de por el ‘caso Faisán’. Es titular del juzgado de instrucción número 43 de Madrid, y quien ha enviado al ministerio del Interior un requerimiento para que, en el plazo de diez días, le envíe la relación de miembros de los Tédax que participaron en la recogida de muestras de los atentados del 11-M.
El Mundo publicó la información el viernes, firmada por Manuel Marraco, calificando el requerimiento como “ultimátum”, y ese día Interior emitió una nota de prensa desmintiendo categóricamente la noticia. El sábado, el diario le contestó publicando la providencia judicial y concluyendo que la nota de Rubalcaba era “totalmente falsa”.
En realidad, la magistrada reclamó por primera vez esos datos hace un año. Desde entonces, y pese a los recordatorios del juzgado el ministerio del Interior ha guardado silencio”. Hasta que la juez se ha hartado.
El Chivato ha tenido acceso a un perfil de Coro Cillán, a quien en ámbitos judiciales ya la definen como “el azote de Rubalcaba” en el 11-M. Así es la magistrada:
-- Vasca de nacimiento, ha desarrollado la mayor parte de su actividad en Guipúzcoa. Quienes la conocen dicen que es “un coco”, por su privilegiada cabeza. “Tiene una gran capacidad de análisis y comprensión”. “Es inteligentísima”.
-- Ha ganado dos pleitos al Estado. El Consejo General del Poder Judicial intentó quiso apartarla de la carrera judicial. Pero ha ganado ambos casos.
-- En 2009 pidió destino en Madrid y fue destinada al juzgado que actualmente ocupa.
-- Cuando llegó a la capital aseguró que nada ni nadie influirían en su trabajo y que llegaría “hasta el final” en cualquier asunto que le tocase instruir. Y lo está cumpliendo.
-- Soltera, en su entorno la definen como independiente, individualista y “algo bohemia”.
-- Lee mucha prensa. De hecho, se le suele ver siempre con algún periódico en la mano.
-- Aseguran que tiene buenos contactos dentro del sector conservador de la magistratura. Cae bien en ese ámbito.
El Mundo publicó la información el viernes, firmada por Manuel Marraco, calificando el requerimiento como “ultimátum”, y ese día Interior emitió una nota de prensa desmintiendo categóricamente la noticia. El sábado, el diario le contestó publicando la providencia judicial y concluyendo que la nota de Rubalcaba era “totalmente falsa”.
En realidad, la magistrada reclamó por primera vez esos datos hace un año. Desde entonces, y pese a los recordatorios del juzgado el ministerio del Interior ha guardado silencio”. Hasta que la juez se ha hartado.
El Chivato ha tenido acceso a un perfil de Coro Cillán, a quien en ámbitos judiciales ya la definen como “el azote de Rubalcaba” en el 11-M. Así es la magistrada:
-- Vasca de nacimiento, ha desarrollado la mayor parte de su actividad en Guipúzcoa. Quienes la conocen dicen que es “un coco”, por su privilegiada cabeza. “Tiene una gran capacidad de análisis y comprensión”. “Es inteligentísima”.
-- Ha ganado dos pleitos al Estado. El Consejo General del Poder Judicial intentó quiso apartarla de la carrera judicial. Pero ha ganado ambos casos.
-- En 2009 pidió destino en Madrid y fue destinada al juzgado que actualmente ocupa.
-- Cuando llegó a la capital aseguró que nada ni nadie influirían en su trabajo y que llegaría “hasta el final” en cualquier asunto que le tocase instruir. Y lo está cumpliendo.
-- Soltera, en su entorno la definen como independiente, individualista y “algo bohemia”.
-- Lee mucha prensa. De hecho, se le suele ver siempre con algún periódico en la mano.
-- Aseguran que tiene buenos contactos dentro del sector conservador de la magistratura. Cae bien en ese ámbito.
El Juez Bermudez: Premniado por el PSOE
Javier Gómez Bermúdez despertó pasiones durante el juicio del 11-M. Su carisma creció y creció durante los cuatro meses y medio que duró la vista, y tal vez, eso inspiró una infundada esperanza de que la sentencia que tuvo que redactar sería a gusto de todos. Pero no fue así y eso repercutió sobre la imagen de héroe justiciero que se había granjeado. No había pasado un mes de la lectura pública del fallo cuando salió a la venta un libro sobre él y el juicio, convertido en gesta en la pluma de su esposa.
Durante el juicio, se ganó la confianza de las víctimas y revistió su figura de un respeto que va más allá del que impone la toga. Será por su carisma en la gestión del día a día del proceso, que duró cuatro meses y medio; su severa autoridad manifestada tanto con los procesados como con los abogados y los fiscales; su control absoluto de todos los detalles del proceso, desde los asuntos informáticos y audiovisuales de la retransmisión hasta el calendario del juicio, que parecía tener programado en su cabeza; su perspicacia a la hora de cortar preguntas y respuestas que no iban a ninguna parte o las que tenían segundas intenciones; incluso el tono de su voz, con el que modulaba la gravedad de sus intervenciones desde el cabreo manifiesto hasta la condescendencia que podía permitirse sin que nadie se le subiera a las barbas.
Sin embargo, pareció tomarse el juicio con la mayor naturalidad del mundo, desprendiendo a veces alardes de campechanía.
Sus momentos de mayor tensión manifiesta los vivió ante el insubordinado e impertinente Rafá Zouhier. Aunque lo que de verdad pareció exasperarle fueron los fallos que ralentizaron las vistas y le desviaban del 'plan de vuelo' trazado hasta el último detalle. A los intérpretes de árabe les cayó más de un rapapolvo por no hacer su trabajo como se esperaba: "Traductores, les quiero en mi despacho inmediatamente", fue una de sus frases más sonadas.
En una carta publicada por elmundo.es a los pocos días de comenzar el juicio, Ángeles Pedraza, que perdió a su hija en los atentados, expresaba el apoyo que suponía el presidente del tribunal para este colectivo en un momento tan delicado del proceso: "El juez Bermúdez es lo mejor que nos ha pasado en el juicio y quien me ayuda a seguir teniendo fe".
Al final del juicio, todos los abogados de defensas y acusaciones se reconocieron confiados en que el tribunal presidido por él haría justicia.
Durante el juicio, se ganó la confianza de las víctimas y revistió su figura de un respeto que va más allá del que impone la toga. Será por su carisma en la gestión del día a día del proceso, que duró cuatro meses y medio; su severa autoridad manifestada tanto con los procesados como con los abogados y los fiscales; su control absoluto de todos los detalles del proceso, desde los asuntos informáticos y audiovisuales de la retransmisión hasta el calendario del juicio, que parecía tener programado en su cabeza; su perspicacia a la hora de cortar preguntas y respuestas que no iban a ninguna parte o las que tenían segundas intenciones; incluso el tono de su voz, con el que modulaba la gravedad de sus intervenciones desde el cabreo manifiesto hasta la condescendencia que podía permitirse sin que nadie se le subiera a las barbas.
Sin embargo, pareció tomarse el juicio con la mayor naturalidad del mundo, desprendiendo a veces alardes de campechanía.
Sus momentos de mayor tensión manifiesta los vivió ante el insubordinado e impertinente Rafá Zouhier. Aunque lo que de verdad pareció exasperarle fueron los fallos que ralentizaron las vistas y le desviaban del 'plan de vuelo' trazado hasta el último detalle. A los intérpretes de árabe les cayó más de un rapapolvo por no hacer su trabajo como se esperaba: "Traductores, les quiero en mi despacho inmediatamente", fue una de sus frases más sonadas.
En una carta publicada por elmundo.es a los pocos días de comenzar el juicio, Ángeles Pedraza, que perdió a su hija en los atentados, expresaba el apoyo que suponía el presidente del tribunal para este colectivo en un momento tan delicado del proceso: "El juez Bermúdez es lo mejor que nos ha pasado en el juicio y quien me ayuda a seguir teniendo fe".
Al final del juicio, todos los abogados de defensas y acusaciones se reconocieron confiados en que el tribunal presidido por él haría justicia.
domingo, 11 de diciembre de 2011
Un Nuevo Juicio para Mary Surrat de P.J. Ramirez
Un nuevo juicio para nuestra Mary Surratt
Vamos a seguir dando la batalla de la letra pequeña como han hecho estos días Casimiro García- Abadillo y Joaquín Manso con su minuciosa deconstrucción de la sentencia, y en especial de los probables falsos testimonios, fruto de meses y meses de investigación periodística. Pero si ustedes quieren entender a grandes rasgos, de forma a la vez amena y dramática, por qué Jamal Zougam fue condenado a más de 42.700 años de cárcel vayan a ver esta misma tarde la película de Robert Redford The Conspirator.
De entrada se darán cuenta de que el clima de confusión, el caos logístico y político, la escalada de rumores, la espiral de la consternación y el miedo que se desencadenó en Washington la noche del asesinato de Lincoln debió de parecerse bastante a lo que tuvimos la desgracia de vivir en Madrid la mañana del 11-M. Ningún gobierno de ninguna época en ninguna capital del mundo ha tenido nunca previsto un protocolo ni para el caso de que alguien asesine al presidente, mientras otro apuñala al secretario de Estado y un tercero se dispone a atacar al vicepresidente, ni para el supuesto de que exploten 10 mortíferas bombas en otros tantos vagones de Cercanías y cuatro estaciones distintas.
Al margen de pequeños errores como la perfecta iluminación de la habitación en la que convalecía Seward -fue la oscuridad del cuarto la que impidió a su apuñalador alcanzar ningún órgano vital- o la colocación del cuerpo agonizante de Lincoln en la cama a la que fue trasladado, en sentido inverso al de la realidad, hasta el más obseso especialista en el primer gran magnicidio de la edad contemporánea, reconocerá la exactitud y el esfuerzo por el detalle de la película de Redford.
Ese anhelo por la precisión es el que nos permite asistir a la detención de Mary Surratt tres días después del crimen del Teatro Ford como si se tratara de un documental rodado en aquel momento: el registro de la casa de huéspedes que regentaba, la torpe irrupción del hombre que resultaría ser el asesino frustrado de Seward, provisto de un pico; su extraña explicación de que la propietaria le había encargado cavar una zanja; el desmentido de Mary Surratt, quien dijo no conocerle; el descubrimiento de una foto del actor Wilkes Booth, autor material del magnicidio y amigo de la familia, y el arresto de todos los presentes. Así sucedieron los hechos, con una cadencia temporal muy similar a la detención de Zougam y su socio en el locutorio de Lavapiés.
La relación material de la viuda Surratt con los sudistas complotados primero para secuestrar a Lincoln y luego para asesinarle -su propio hijo era uno de ellos-, resultó ser mucho más estrecha e intensa que la de Zougam con el resto de los imputados en el sumario del 11-M. Sin embargo, la explicación que ella da a su joven abogado resultaría perfectamente extrapolable: «Llevo una casa de huéspedes, perdónenme por llenarla de huéspedes».
Quienes subrayan que en la condena de Zougam además de «la principal prueba de cargo» -los reconocimientos de C-65 y J-70- pesan el «suministro» de las tarjetas correlativas a la de la mochila de Vallecas y esas otras «pruebas circunstanciales e indirectas» que se derivan de su relación con integrantes del llamado grupo de Leganés, deberían tener en cuenta: 1.- Que en sede judicial ha quedado por dos veces acreditado que el teléfono en el que estaba esa tarjeta no podía conservar la hora del despertador como estableció la policía y, por lo tanto, no hay nada esencial que la vincule a los atentados. 2.- Que ese «suministro» consistió en una venta realizada por un dependiente a través del mostrador. 3.- Que, a pesar de los reiterados esfuerzos de la policía por amalgamarle a ellos -denunciados en su día por uno de los hermanos Almallah y por el confidente Cartagena- los únicos lazos probados entre Zougam y los otros implicados son los propios del comercio.
«Llevaba una tienda que vendía tarjetas de móviles en un barrio repleto de marroquíes, perdónenme por haber vendido tarjetas de móviles a marroquíes», podía haber declarado Zougam, remedando a la señora Surratt. Un tuitero buscó el otro día la elocuencia de la reducción al absurdo: «¿Habrían detenido a Isidoro Alvárez si las tarjetas se hubieran vendido en El Corte Inglés?».
Ser una católica sureña ya era en sí mismo un motivo de recelo en aquel Washington que vivía el final de la guerra civil -como ser un oficial judío en el París de comienzos del siglo XX o un tendero magrebí en el Madrid de nuestros tiempos- y la percha de la señora Surratt sirvió, tras su detención, para colgar tantas fantasías truculentas como las que enseguida se asignaron a Zougam. «Prejuzgada, sentenciada, condenada con antelación por cada emborronador de cuartillas dispuesto a escribir un párrafo sensacionalista y a apuñalar con impunidad a una mujer indefensa»: así la describió el único panfletista que se atrevió a reivindicar su inocencia bajo el seudónimo de Amador Justitiae.
Cuando el joven Frederick Aiken le dice a su novia que ha decidido asumir la defensa de la viuda Surratt, ella reacciona con el más elocuente de los monosílabos: «What???». Pero más allá de la hostilidad ambiental -pronto le expulsarán de su club social- el entusiasta abogado tuvo siempre claro dónde iba a estar la clave del juicio: «¡No me han dado la lista de testigos… en este procedimiento pueden hacer lo que quieran!», exclama casi al comienzo de la película.
Pese a que a la señora Surratt la juzgó un tribunal militar de forma bastante expeditiva, llama la atención que en ese punto crucial se garantizó mucho más su derecho de defensa, y en concreto el principio de contradicción, base de todo juicio justo, que en la vista oral del 11-M. Aunque en la película aparecen lógicamente resumidos, los interrogatorios a los dos principales testigos de cargo contra Mary Surratt -su huésped Weichmann y el tabernero Lloyd- se extendieron durante horas y los abogados pudieron ponerles en graves apuros tras investigar sus respectivos antecedentes como espía y como alcohólico.
Quien ejerció la defensa de Zougam no tuvo ni siquiera acceso a las verdaderas identidades de C-65 y J-70. Tampoco a sus expedientes como víctimas. Es evidente que si hubiera sabido que la primera se presentó en el consulado con una falsa acompañante, declaró que le había caído encima un cadáver en un vagón sin víctimas mortales ni heridos graves, cobró junto al marido 100.000 euros y fue contratada por el íntimo amigo del comisario general de la Policía Judicial; y sobre todo, si hubiera sabido que la segunda había sido considerada como impostora por el Tribunal de Evaluación del Ministerio del Interior tan sólo 15 días antes de su ataque de memoria sobrevenida casi un año después de los hechos, el interrogatorio habría sido muy distinto.
Si quieren experimentar una siempre saludable mezcla de indignación, estupor y vergüenza ajena, no tienen sino ver los vídeos de las escuetas declaraciones de C-65 y J-70 que circulan estos días profusamente por la Red -en 19 y 22 minutos respectivamente se ventiló la suerte de un hombre- y cotejar lo sucedido con su descripción en la sentencia de Bermúdez como «un interrogatorio muy duro que incluso rebasó lo tolerable, obligando a intervenir al presidente del Tribunal». Tal vez se trataba de una frase fantasiosa y encomiástica, destinada al libro de Elisa Beni, y con las prisas de la escritura a cuatro manos se le traspapeló al matrimonio y la mala novela mutó en prosa forense.
Ironías al margen, creo que sólo la posteridad valorará de forma adecuada la importancia que tuvo en la sentencia de Bermúdez la decisión de su mujer de escribir un libro sobre el juicio, pues es obvio que si al mismo tiempo hubiera absuelto a Zougam, la pareja habría sido linchada por las fuerzas gubernamentales: él habría perdido la presidencia de la Sala Penal de la Audiencia y ella se habría quedado sin poder codearse con altos dignatarios en los ascensores. A veces creemos que sólo la bondad o la maldad mueven el mundo, pero ¿qué es la presunción de inocencia comparada con la ansiedad social?
También el general Hunter, homólogo de Bermúdez en el juicio contra los acusados de asesinar a Lincoln, actuó más como protector de los testigos de cargo que como evaluador ecuánime de su credibilidad. Tanto la película como esos vídeos muestran cómo uno y otro persiguen a priori destruir cualquier «duda razonable» que se interponga entre sus propósitos y la culpabilidad de los acusados. Fuera como fuera, había que condenarles. ¿Qué ocurría? Pues que también sobre Hunter pesaba la sombra del poder político, personificado en el secretario de Defensa Stanton, con el fiscal Holt -un Zaragoza como otro cualquiera- haciendo de dócil correa de transmisión.
Stanton, trasunto a la vez de Zapatero, Rubalcaba y toda la cúpula gubernamental, resume muy bien, con todo el empaque que Kevin Kline da a su sutil cinismo, cuál es la razón de Estado en una situación así: «Han asesinado a nuestro amado presidente, alguien tiene que ser responsable, la gente lo necesita». Y puesto que en el caso de los Surratt, el hijo se ha dado a la fuga, bien puede ocupar su lugar su madre: «Me sirve cualquiera de los dos».
Si Zougam se hubiera escapado en vez de continuar con su rutina, como si tal cosa, entre su domicilio y su locutorio, entre sus horas de gimnasio y sus planes de boda, quienes decidieron detenerle aquel sábado -con los efectos de todos conocidos- seguro que habrían buscado a otro de un perfil similar. Que ni siquiera pusiera pies en polvorosa cuando supo, como todo quisque, que la policía seguía la pista de la tarjeta telefónica del móvil de la mochila de Vallecas, es uno de los contraindicios más sólidos de su inocencia.
Una vez detenido, una vez criminalizado en los pasquines y en los medios de comunicación -las amigas de su novia le preguntan al abogado de Mary Surratt si es verdad que ella «escupe» a los soldados y lleva un «hueso» de un nordista a modo de colgante-, Zougam no podía ser inocente. Tras la reacción química que su detención desencadenó en la calle y en las urnas, su absolución habría dejado a todos los poderes del Estado a la intemperie. En qué momento se decidió endosarle no sólo la participación en la trama, sino también la autoría directa de la masacre, es algo que no sabemos. Probablemente cuando quedó patente que la versión oficial sólo conducía al callejón sin salida de la explosión del piso de Leganés y que ni siquiera había nadie que hubiera visto en los trenes a ninguno de los allí inmolados.
Entonces llegó la hora de las dos rumanas: de la que dice que Zougam pasó «como un loco» golpeándole en la espalda con la mochila sin pedir perdón, pero que no obstante le vio la cara; y de la que se acordó de todo cuando, en febrero de 2005, vio que se quedaba sin nada. Si la tesis de la película de Redford es que los dos testigos contra Mary Surratt mintieron para protegerse a sí mismos y una de las principales especialistas en el asesinato de Lincoln, Dorothy Kunhardt, va más allá y sostiene que Weichman había sido sobornado por Stanton, es fácil imaginar cómo se valorará la conducta de estas dos mujeres y sus lazarillos a medida que los intereses creados vayan despareciendo de escena.
Cuando llega el mazazo de la condena a la horca, los amigos del joven abogado de Mrs. Surratt le aconsejan que «la mejor opción es la botella y el olvido». Pero él no puede aceptar esa injusticia, intenta que un tribunal civil revise la condena y saca de la cama de madrugada a un veterano juez del distrito al que arranca una petición de habeas corpus que finalmente la Casa Blanca revocará. «¿Cree usted que es inocente?», le pregunta el magistrado. «No lo sé y si no tiene un juicio justo nunca lo sabremos», responde Aiken.
Si en España rigiera la pena de muerte, Zougam habría sido ejecutado tan expeditivamente como lo fue Mary Surratt. En su defecto, lleva casi ocho años en una celda de aislamiento a la espera o bien de que se declare culpable para mejorar su situación carcelaria, como ha hecho Trashorras, o bien de que la naturaleza vaya haciendo su trabajo de demolición hasta convertirlo en un muerto viviente. «Pronto estaré en silla de ruedas», explica hoy. Pues bien, las pruebas de su condena son mucho más endebles que las de la señora Surratt. ¿Nos conformaremos con que alguien haga algún día una película? Esperen a leer lo que publicaremos mañana para contestarme.
pedroj.ramirez@elmundo.es
Vamos a seguir dando la batalla de la letra pequeña como han hecho estos días Casimiro García- Abadillo y Joaquín Manso con su minuciosa deconstrucción de la sentencia, y en especial de los probables falsos testimonios, fruto de meses y meses de investigación periodística. Pero si ustedes quieren entender a grandes rasgos, de forma a la vez amena y dramática, por qué Jamal Zougam fue condenado a más de 42.700 años de cárcel vayan a ver esta misma tarde la película de Robert Redford The Conspirator.
De entrada se darán cuenta de que el clima de confusión, el caos logístico y político, la escalada de rumores, la espiral de la consternación y el miedo que se desencadenó en Washington la noche del asesinato de Lincoln debió de parecerse bastante a lo que tuvimos la desgracia de vivir en Madrid la mañana del 11-M. Ningún gobierno de ninguna época en ninguna capital del mundo ha tenido nunca previsto un protocolo ni para el caso de que alguien asesine al presidente, mientras otro apuñala al secretario de Estado y un tercero se dispone a atacar al vicepresidente, ni para el supuesto de que exploten 10 mortíferas bombas en otros tantos vagones de Cercanías y cuatro estaciones distintas.
Al margen de pequeños errores como la perfecta iluminación de la habitación en la que convalecía Seward -fue la oscuridad del cuarto la que impidió a su apuñalador alcanzar ningún órgano vital- o la colocación del cuerpo agonizante de Lincoln en la cama a la que fue trasladado, en sentido inverso al de la realidad, hasta el más obseso especialista en el primer gran magnicidio de la edad contemporánea, reconocerá la exactitud y el esfuerzo por el detalle de la película de Redford.
Ese anhelo por la precisión es el que nos permite asistir a la detención de Mary Surratt tres días después del crimen del Teatro Ford como si se tratara de un documental rodado en aquel momento: el registro de la casa de huéspedes que regentaba, la torpe irrupción del hombre que resultaría ser el asesino frustrado de Seward, provisto de un pico; su extraña explicación de que la propietaria le había encargado cavar una zanja; el desmentido de Mary Surratt, quien dijo no conocerle; el descubrimiento de una foto del actor Wilkes Booth, autor material del magnicidio y amigo de la familia, y el arresto de todos los presentes. Así sucedieron los hechos, con una cadencia temporal muy similar a la detención de Zougam y su socio en el locutorio de Lavapiés.
La relación material de la viuda Surratt con los sudistas complotados primero para secuestrar a Lincoln y luego para asesinarle -su propio hijo era uno de ellos-, resultó ser mucho más estrecha e intensa que la de Zougam con el resto de los imputados en el sumario del 11-M. Sin embargo, la explicación que ella da a su joven abogado resultaría perfectamente extrapolable: «Llevo una casa de huéspedes, perdónenme por llenarla de huéspedes».
Quienes subrayan que en la condena de Zougam además de «la principal prueba de cargo» -los reconocimientos de C-65 y J-70- pesan el «suministro» de las tarjetas correlativas a la de la mochila de Vallecas y esas otras «pruebas circunstanciales e indirectas» que se derivan de su relación con integrantes del llamado grupo de Leganés, deberían tener en cuenta: 1.- Que en sede judicial ha quedado por dos veces acreditado que el teléfono en el que estaba esa tarjeta no podía conservar la hora del despertador como estableció la policía y, por lo tanto, no hay nada esencial que la vincule a los atentados. 2.- Que ese «suministro» consistió en una venta realizada por un dependiente a través del mostrador. 3.- Que, a pesar de los reiterados esfuerzos de la policía por amalgamarle a ellos -denunciados en su día por uno de los hermanos Almallah y por el confidente Cartagena- los únicos lazos probados entre Zougam y los otros implicados son los propios del comercio.
«Llevaba una tienda que vendía tarjetas de móviles en un barrio repleto de marroquíes, perdónenme por haber vendido tarjetas de móviles a marroquíes», podía haber declarado Zougam, remedando a la señora Surratt. Un tuitero buscó el otro día la elocuencia de la reducción al absurdo: «¿Habrían detenido a Isidoro Alvárez si las tarjetas se hubieran vendido en El Corte Inglés?».
Ser una católica sureña ya era en sí mismo un motivo de recelo en aquel Washington que vivía el final de la guerra civil -como ser un oficial judío en el París de comienzos del siglo XX o un tendero magrebí en el Madrid de nuestros tiempos- y la percha de la señora Surratt sirvió, tras su detención, para colgar tantas fantasías truculentas como las que enseguida se asignaron a Zougam. «Prejuzgada, sentenciada, condenada con antelación por cada emborronador de cuartillas dispuesto a escribir un párrafo sensacionalista y a apuñalar con impunidad a una mujer indefensa»: así la describió el único panfletista que se atrevió a reivindicar su inocencia bajo el seudónimo de Amador Justitiae.
Cuando el joven Frederick Aiken le dice a su novia que ha decidido asumir la defensa de la viuda Surratt, ella reacciona con el más elocuente de los monosílabos: «What???». Pero más allá de la hostilidad ambiental -pronto le expulsarán de su club social- el entusiasta abogado tuvo siempre claro dónde iba a estar la clave del juicio: «¡No me han dado la lista de testigos… en este procedimiento pueden hacer lo que quieran!», exclama casi al comienzo de la película.
Pese a que a la señora Surratt la juzgó un tribunal militar de forma bastante expeditiva, llama la atención que en ese punto crucial se garantizó mucho más su derecho de defensa, y en concreto el principio de contradicción, base de todo juicio justo, que en la vista oral del 11-M. Aunque en la película aparecen lógicamente resumidos, los interrogatorios a los dos principales testigos de cargo contra Mary Surratt -su huésped Weichmann y el tabernero Lloyd- se extendieron durante horas y los abogados pudieron ponerles en graves apuros tras investigar sus respectivos antecedentes como espía y como alcohólico.
Quien ejerció la defensa de Zougam no tuvo ni siquiera acceso a las verdaderas identidades de C-65 y J-70. Tampoco a sus expedientes como víctimas. Es evidente que si hubiera sabido que la primera se presentó en el consulado con una falsa acompañante, declaró que le había caído encima un cadáver en un vagón sin víctimas mortales ni heridos graves, cobró junto al marido 100.000 euros y fue contratada por el íntimo amigo del comisario general de la Policía Judicial; y sobre todo, si hubiera sabido que la segunda había sido considerada como impostora por el Tribunal de Evaluación del Ministerio del Interior tan sólo 15 días antes de su ataque de memoria sobrevenida casi un año después de los hechos, el interrogatorio habría sido muy distinto.
Si quieren experimentar una siempre saludable mezcla de indignación, estupor y vergüenza ajena, no tienen sino ver los vídeos de las escuetas declaraciones de C-65 y J-70 que circulan estos días profusamente por la Red -en 19 y 22 minutos respectivamente se ventiló la suerte de un hombre- y cotejar lo sucedido con su descripción en la sentencia de Bermúdez como «un interrogatorio muy duro que incluso rebasó lo tolerable, obligando a intervenir al presidente del Tribunal». Tal vez se trataba de una frase fantasiosa y encomiástica, destinada al libro de Elisa Beni, y con las prisas de la escritura a cuatro manos se le traspapeló al matrimonio y la mala novela mutó en prosa forense.
Ironías al margen, creo que sólo la posteridad valorará de forma adecuada la importancia que tuvo en la sentencia de Bermúdez la decisión de su mujer de escribir un libro sobre el juicio, pues es obvio que si al mismo tiempo hubiera absuelto a Zougam, la pareja habría sido linchada por las fuerzas gubernamentales: él habría perdido la presidencia de la Sala Penal de la Audiencia y ella se habría quedado sin poder codearse con altos dignatarios en los ascensores. A veces creemos que sólo la bondad o la maldad mueven el mundo, pero ¿qué es la presunción de inocencia comparada con la ansiedad social?
También el general Hunter, homólogo de Bermúdez en el juicio contra los acusados de asesinar a Lincoln, actuó más como protector de los testigos de cargo que como evaluador ecuánime de su credibilidad. Tanto la película como esos vídeos muestran cómo uno y otro persiguen a priori destruir cualquier «duda razonable» que se interponga entre sus propósitos y la culpabilidad de los acusados. Fuera como fuera, había que condenarles. ¿Qué ocurría? Pues que también sobre Hunter pesaba la sombra del poder político, personificado en el secretario de Defensa Stanton, con el fiscal Holt -un Zaragoza como otro cualquiera- haciendo de dócil correa de transmisión.
Stanton, trasunto a la vez de Zapatero, Rubalcaba y toda la cúpula gubernamental, resume muy bien, con todo el empaque que Kevin Kline da a su sutil cinismo, cuál es la razón de Estado en una situación así: «Han asesinado a nuestro amado presidente, alguien tiene que ser responsable, la gente lo necesita». Y puesto que en el caso de los Surratt, el hijo se ha dado a la fuga, bien puede ocupar su lugar su madre: «Me sirve cualquiera de los dos».
Si Zougam se hubiera escapado en vez de continuar con su rutina, como si tal cosa, entre su domicilio y su locutorio, entre sus horas de gimnasio y sus planes de boda, quienes decidieron detenerle aquel sábado -con los efectos de todos conocidos- seguro que habrían buscado a otro de un perfil similar. Que ni siquiera pusiera pies en polvorosa cuando supo, como todo quisque, que la policía seguía la pista de la tarjeta telefónica del móvil de la mochila de Vallecas, es uno de los contraindicios más sólidos de su inocencia.
Una vez detenido, una vez criminalizado en los pasquines y en los medios de comunicación -las amigas de su novia le preguntan al abogado de Mary Surratt si es verdad que ella «escupe» a los soldados y lleva un «hueso» de un nordista a modo de colgante-, Zougam no podía ser inocente. Tras la reacción química que su detención desencadenó en la calle y en las urnas, su absolución habría dejado a todos los poderes del Estado a la intemperie. En qué momento se decidió endosarle no sólo la participación en la trama, sino también la autoría directa de la masacre, es algo que no sabemos. Probablemente cuando quedó patente que la versión oficial sólo conducía al callejón sin salida de la explosión del piso de Leganés y que ni siquiera había nadie que hubiera visto en los trenes a ninguno de los allí inmolados.
Entonces llegó la hora de las dos rumanas: de la que dice que Zougam pasó «como un loco» golpeándole en la espalda con la mochila sin pedir perdón, pero que no obstante le vio la cara; y de la que se acordó de todo cuando, en febrero de 2005, vio que se quedaba sin nada. Si la tesis de la película de Redford es que los dos testigos contra Mary Surratt mintieron para protegerse a sí mismos y una de las principales especialistas en el asesinato de Lincoln, Dorothy Kunhardt, va más allá y sostiene que Weichman había sido sobornado por Stanton, es fácil imaginar cómo se valorará la conducta de estas dos mujeres y sus lazarillos a medida que los intereses creados vayan despareciendo de escena.
Cuando llega el mazazo de la condena a la horca, los amigos del joven abogado de Mrs. Surratt le aconsejan que «la mejor opción es la botella y el olvido». Pero él no puede aceptar esa injusticia, intenta que un tribunal civil revise la condena y saca de la cama de madrugada a un veterano juez del distrito al que arranca una petición de habeas corpus que finalmente la Casa Blanca revocará. «¿Cree usted que es inocente?», le pregunta el magistrado. «No lo sé y si no tiene un juicio justo nunca lo sabremos», responde Aiken.
Si en España rigiera la pena de muerte, Zougam habría sido ejecutado tan expeditivamente como lo fue Mary Surratt. En su defecto, lleva casi ocho años en una celda de aislamiento a la espera o bien de que se declare culpable para mejorar su situación carcelaria, como ha hecho Trashorras, o bien de que la naturaleza vaya haciendo su trabajo de demolición hasta convertirlo en un muerto viviente. «Pronto estaré en silla de ruedas», explica hoy. Pues bien, las pruebas de su condena son mucho más endebles que las de la señora Surratt. ¿Nos conformaremos con que alguien haga algún día una película? Esperen a leer lo que publicaremos mañana para contestarme.
pedroj.ramirez@elmundo.es
Persiguen a la Jueza
Denuncian una trama para echar a la juez del 11-M de la carrera judicial
10 DIC 2011 | D. Carrasco. Madrid
Dos letrados presentan hasta 160 documentos para probar su acusación. En el escrito citan al Ministerio Fiscal.
Video: La juez prosigue su minuciosa labor en el 11-M
Las maniobras para conseguir apartar de la carrera judicial a la magistrada Coro Cillán, titular del Juzgado de Instrucción número 43 de Madrid, comienzan a tener visos de evidencia. Así lo demuestra el contenido de una denuncia presentada el pasado día 24 de noviembre por los abogados Eugenio Rubio Linares y Agustín Guardia Palao ante el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
Entre los documentos entregados el día 14 del citado mes en el juzgado de guardia de Madrid había uno que decía taxativamente: “Hay un vivo interés por echar de la carrera judicial a la magistrada titular del Juzgado de Instrucción número 43 y todo ello antes del día 20 de noviembre de 2011”.
Asimismo, el mencionado documento hacía referencia a una determinada persona “Manolo González para que hiciera valer sus influencias para aprovecharse de las quejas formuladas ante el CGPJ por los abogados de Fernando Robes Ybarra, por la secretaria judicial y por el representante del Ministerio Fiscal”. Tal y como adelantó este diario los días pasados. Esta situación atenta contra “la independencia judicial de Coro Cillán”.
Como telón de fondo de la trama está, entre otros, el asunto del cierre de la discoteca madrileña Moma. En efecto, el letrado Rubio Linares, que defendió el precinto del local nocturno, recibió el día 11 de noviembre en su despacho un sobre cerrado anónimo de color blanco con abundante documentación.
Concretamente, 160 documentos. “Una vez abierto resultó tener diferente contenido relativo a comunicaciones (emails y otros documentos) cruzada entre diferentes personas y que hacían referencia a las diversas negociaciones y estrategias jurídicas planteadas por los abogados defensores de Fernando Robes Ybarra”, socio del 27% de las acciones de la discoteca Moma.
En este sentido, lo que la denuncia pone de relieve es el cruce de correos electrónicos entre un abogado de Barcelona y otro de Madrid, cuyo cliente es Robes Ybarra. De ahí, que la persona que se cita para que haga las gestiones oportunas es “Manuel González afín al PSOE, muy próximo al juez suspendido Baltasar Garzón y condenado por estafa por la Audiencia Provincial de Valencia”, según fuentes jurídicas. Es más, para estrechar el cerco a la magistrada Cillán, “González se puso en contacto con un alto funcionario de la Secretaría de Gobierno del Tribunal Supremo para que se interesara por este asunto y moviera sus hilos”, explican.
Pruebas ilegales
De momento, el CGPJ no ha contestado a la denuncia presentada por el abogado Rubio Linares. Con idéntico contenido el letrado denunció los mismos hechos ante el juzgado de guardia el día 14 de noviembre. “La documentación contenida en el sobre entregado previsiblemente fue obtenida de forma ilegal y que afecta a un procedimiento penal en curso”. También se ha elevado copia de las denuncias presentadas al presidente del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, Francisco Vieira Morante.
Con todo, las fuentes jurídicas consultadas por este diario insisten en que “se trata de una maniobra encaminada a presionar al CGPJ para que abra un expediente a la magistrada y conseguir así una suspensión que le impida investigar los asuntos que se encuentran en su juzgado, entre otros, los atentados del 11-M o la estafa de 17.000 cooperativistas”.
10 DIC 2011 | D. Carrasco. Madrid
Dos letrados presentan hasta 160 documentos para probar su acusación. En el escrito citan al Ministerio Fiscal.
Video: La juez prosigue su minuciosa labor en el 11-M
Las maniobras para conseguir apartar de la carrera judicial a la magistrada Coro Cillán, titular del Juzgado de Instrucción número 43 de Madrid, comienzan a tener visos de evidencia. Así lo demuestra el contenido de una denuncia presentada el pasado día 24 de noviembre por los abogados Eugenio Rubio Linares y Agustín Guardia Palao ante el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
Entre los documentos entregados el día 14 del citado mes en el juzgado de guardia de Madrid había uno que decía taxativamente: “Hay un vivo interés por echar de la carrera judicial a la magistrada titular del Juzgado de Instrucción número 43 y todo ello antes del día 20 de noviembre de 2011”.
Asimismo, el mencionado documento hacía referencia a una determinada persona “Manolo González para que hiciera valer sus influencias para aprovecharse de las quejas formuladas ante el CGPJ por los abogados de Fernando Robes Ybarra, por la secretaria judicial y por el representante del Ministerio Fiscal”. Tal y como adelantó este diario los días pasados. Esta situación atenta contra “la independencia judicial de Coro Cillán”.
Como telón de fondo de la trama está, entre otros, el asunto del cierre de la discoteca madrileña Moma. En efecto, el letrado Rubio Linares, que defendió el precinto del local nocturno, recibió el día 11 de noviembre en su despacho un sobre cerrado anónimo de color blanco con abundante documentación.
Concretamente, 160 documentos. “Una vez abierto resultó tener diferente contenido relativo a comunicaciones (emails y otros documentos) cruzada entre diferentes personas y que hacían referencia a las diversas negociaciones y estrategias jurídicas planteadas por los abogados defensores de Fernando Robes Ybarra”, socio del 27% de las acciones de la discoteca Moma.
En este sentido, lo que la denuncia pone de relieve es el cruce de correos electrónicos entre un abogado de Barcelona y otro de Madrid, cuyo cliente es Robes Ybarra. De ahí, que la persona que se cita para que haga las gestiones oportunas es “Manuel González afín al PSOE, muy próximo al juez suspendido Baltasar Garzón y condenado por estafa por la Audiencia Provincial de Valencia”, según fuentes jurídicas. Es más, para estrechar el cerco a la magistrada Cillán, “González se puso en contacto con un alto funcionario de la Secretaría de Gobierno del Tribunal Supremo para que se interesara por este asunto y moviera sus hilos”, explican.
Pruebas ilegales
De momento, el CGPJ no ha contestado a la denuncia presentada por el abogado Rubio Linares. Con idéntico contenido el letrado denunció los mismos hechos ante el juzgado de guardia el día 14 de noviembre. “La documentación contenida en el sobre entregado previsiblemente fue obtenida de forma ilegal y que afecta a un procedimiento penal en curso”. También se ha elevado copia de las denuncias presentadas al presidente del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, Francisco Vieira Morante.
Con todo, las fuentes jurídicas consultadas por este diario insisten en que “se trata de una maniobra encaminada a presionar al CGPJ para que abra un expediente a la magistrada y conseguir así una suspensión que le impida investigar los asuntos que se encuentran en su juzgado, entre otros, los atentados del 11-M o la estafa de 17.000 cooperativistas”.
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